miércoles, 23 de mayo de 2012

Psicólogo


Lic. Fernando Rosso
Psicólogo UBA
M.N. 46847

Un espacio para poder hablar y dar cuenta de los problemas que nos habitan, donde sin saberlo podemos desenmascarar la verdad que nos marca como sujeto y por ignorarlo le llamamos destino.
·        Atención de niños, adolescentes y adultos. Pareja, familia y grupos.
·        Tratamiento para angustias, ansiedades, inhibiciones, fobias, estrés, ataques de pánico, problemas de pareja, familiares, etc.
 Honorarios accesibles. La prioridad es trabajar el problema que convoca al paciente al espacio terapéutico, el dinero es un elemento más a trabajar, no dude en consultar, todo se puede hablar.




Solicitar turno al 15-3762-4321
Para consultas escribir a rossofernando79@gmail.com
Consultorios en Villa devoto y Belgrano

miércoles, 9 de mayo de 2012

La carta


Buenos Aires, martes 13 de marzo de 1934

Querida hermana:
                              Tal vez te extrañe esta carta y aunque mi determinación está echada, no lo hago sin temer aquello que decía el tío Miguel. Cuando mamá murió éramos demasiado niños y tuvimos que sostenernos de su sonrisa en las fotografías para no derrumbarnos; pues en ese momento comenzó el calvario. Nuestra niñez llegaba a su fin, estábamos a merced de papá, sin embargo, los libros fueron mi salvación y de ellos me aferré. Nadie mejor que vos sabe que  nunca pude llevar una vida social ni frecuentar amistades; ni ir a los clubes los días de fiesta para intentar conocer al menos una mujer y formar una familia. Solía estar en la biblioteca del barrio en la cual trabajaba, leyendo novelas románticas y de aventuras, pues allí ocurría todo lo que siempre había anhelado.
            Yo sé que nunca te atreviste a conocer a un hombre y que desde hace años te dedicas a tejer calcetines para bebés que nunca existieron, rodeada de gatos vagabundos, rescatados por vos misma de las inclemencias de la calle.
            Cuando los domingos ibas al cementerio a llevarle flores a papá después de su muerte; yo sentía que lo habías perdonado, que pensabas que se había matado por arrepentirse de las cosas que te había hecho. Si hasta el tío Miguel te daba dinero para que le compraras flores, ya que sostenía que las almas de los suicidas no descansaban en paz.       
            Tengo que confesarte algo, hermana querida. La imagen de nuestro padre me persigue sin piedad, día y noche. Sueño que se me aparece con aquel hilo de sangre aún corriéndole por la comisura mientras se ríe a carcajadas. Lo presiento en todos lados, hasta cuando salgo a caminar siento sus pasos detrás de los míos.
            Recuerdo muy bien cuando me mandaba a dormir la siesta para quedarse a solas contigo. Yo pensaba en detenerlo, pues siempre escuchaba desde mi habitación el chirrido de la cama junto al ahogo de tu llanto. A pesar de esto, nunca intervine, pues lo que papá te hacía a ti ya lo había intentado conmigo.
            Hermana mía, perdóname, en realidad papá no se suicidó. No fue él quien apretó el gatillo. Pensé que de esta manera se solucionarían todos nuestros problemas, además de vengar tu ultraje, mi ultraje. Durante mucho tiempo cavilé y cavilé cómo hacerlo parecer un suicidio.
            Ya no soporto más este tormento. He decidido ponerle fin a mi vida. Perdóname, hermana, por dejarte sola. Aunque mi alma vague como decía el tío Miguel, yo también me someto al limbo. Conserva los lindos recuerdos que pasamos de niños con mamá, sin duda fueron los más felices.
            Siempre estaré contigo.
            Antonio.   

lunes, 7 de mayo de 2012

Diferencia




            Entró al Café sin poder sacarse los anteojos oscuros y pidió un cortado, ese lugar era su refugio. Solía leer las noticias, de cuando en cuando levantaba la vista para observar a la gente pasar tras la ventana.
             Al vaciar el pocillo, sacó un cuaderno que llevaba en la cartera. En él acostumbraba a apuntar sus sueños. La noche anterior había tenido uno tan vívido que no podía dejar de recordarlo: Se veía desnuda, corriendo por las calles desiertas de Flores, tratando de llegar a ningún lugar. Luego se detenía e intentaba reiteradas veces encender un cigarrillo con un encendedor que no le daba fuego. Cansada, se proponía recomenzar la marcha cuando se volvía a dar cuenta que estaba desnuda. Aterrada, corría en dirección contraria, hacia su casa quizás, sin poder llegar.
            Cuando terminó de escribir las lágrimas la sorprendieron; se las secó por debajo de los anteojos. La mano con la que sostenía la lapicera le temblaba. Temió que la gente de las mesas vecinas pudiera verla, así que agarró rápido la cartera, dejó el dinero sobre la mesa y salió por el pasillo camino al trabajo.  
            Esa noche duplicó la dosis de medicación que el psiquiatra le había recetado. Siempre se despertaba en mitad de la noche, sofocada por algún sueño, sin poder volver a dormirse. El whisky era su compañero en el estremecedor silencio de la casa, no sólo le aliviaba el dolor del alma; entonces tuvo que volver a saborearlo para que las horas pasaran más rápido. 
            Al día siguiente regresó al Café con la cabeza embotada, volvió a ver al hombre que siempre la miraba unas mesas más allá. Ella se sintió incómoda y evadió la mirada. Lo observaba escribiendo con insistencia en su computadora portátil. La posición erguida acentuaba aún más el movimiento rítmico de los dedos, era un entrar y salir elegante, escribiendo palabras que ella se dedicaba a imaginar.
            Al rato, mientras el mozo le acercaba el tercer cortado, junto al mismo puso una servilleta con unas palabras escritas a mano: “Se lo envía el señor de aquella mesa”, dijo.

Te regalo mis ojos, a cambio de una mirada desnuda.

            Al leer el texto, levantó la vista y aún con los anteojos oscuros, dobló la servilleta y la guardó en la cartera. Sus mejillas se ruborizaron, en tanto el mozo se retiraba esbozando una sonrisa cómplice. Ella giró la cabeza hacia la mesa del hombre que la observaba con una pequeña sonrisa y que con las palmas de las manos apoyadas sobre la mesa parecía que intentaba pararse.
            Esa noche tampoco pudo dormir, sentía que la medicación ya no le hacía efecto, tampoco ayudaban los ronquidos del marido que llegaban desde la habitación; ni el sillón del living que le seguía resultando incómodo.
            A la mañana siguiente pensó en ir a desayunar a otro lado, hasta en ir a trabajar en ayunas, pero el recuerdo del papel doblado en su cartera le hizo caer en la cuenta de que no podía vivir escapando. Se arregló con indecisión pero mientras lo hacía comenzó a sentirse elegante, caminó hacia el Café. Ya en la calle contempló cómo el sol se asomaba e iba iluminando el despertar de la ciudad.
            Una vez en el lugar, volvió a ver al hombre en su rutina. Pensó que debería ser escritor. Él siempre la seguía con la mirada cada vez que abandonaba la pantalla por unos segundos. En una de esas ocasiones con una sonrisa la saludó, ella esbozó con timidez otra para luego mirar hacia la ventana.
            El mozo se acercó con una rosa. “Se la envía el señor”, fueron sus palabras. Se sintió entre sorprendida e incómoda, sin embargo, para ella este hombre tenía algo que lo diferenciaba del resto. No se animaba a mirarlo a la cara,  presentía que sus ojos la esperaban atentos; dudó unos instantes hasta que juntó coraje y decidió ir hasta la mesa de él.  
            Intentó excusarse, darle a entender que agradecía el cortejo pero que necesitaba estar sola, que no estaba pasando un buen momento. Él insistió con invitarla un café y ella no pudo negarse. Mientras lo saboreaba hablaron de sus vidas. Las agujas del reloj giraron de prisa y pronto tuvo que irse a la oficina. Se lamentó por eso, pero antes de irse él le regaló su último libro de poesías.
            En el trabajo estuvo distraída todo el día, en un momento no resistió más y tomó el libro para leerlo en el baño. Cuando estaba por la mitad, con la mano que tenía libre, alcanzó a tocarse la entrepierna casi sin darse cuenta. La estremecían los versos de amor, y los ojos de aquel hombre ahora no los podía olvidar. Así que emprendió una lectura minuciosa de cada poesía tratando de sentirse la musa inspiradora del poeta.           
            Esa misma tarde, apenas salió del trabajo, se dirigió al Café y lo buscó con la mirada, tomaron un whisky y hablaron de ellos; sin que se dieran cuenta se hizo de noche. Él la invitó a un lugar más cómodo pero ella se negó, sin embargo, al día siguiente, fue de nuevo al Café, solo que ésta vez no utilizó la escalera, sino la rampa por donde todos los días el hombre entraba con su silla de ruedas.

Psicoanálisis en la canchita





            Como todos los martes termine de atender en mi consultorio y me fui para la canchita de Villa Crespo, apurado por agarrar rápido el 47 y llegar como por un tubo a Chacarita, para después caminar ligero, cruzar el puente y desembocar en el ritual obsceno pero necesario de simular para mis adentros ser el arquero que nunca fui (el sucesor indiscutido de Navarro Montoya o Islas).
            Como siempre en la vida hubo que esperar, en este caso la finalización del partido anterior para poder ingresar y pelotear un rato antes de empezar el nuestro. Aproveché, dada la ocasión, para conversar con el arquero del otro equipo, un tipo de estatura baja, como yo, pero de unos reflejos y una flexibilidad corporal envidiables. Realmente para hacerle un gol había que agotar todas las posibles estiradas, anticipos, revolcones habidos y por haber de los cuales era capaz este hombre.
            Cuando entable diálogo me comentó que atajaba desde los catorce años, y tenía actualmente una molestia en su empeine del pie derecho que le dificultaba poder pegarle de lleno a la pelota. Ahondando en el tema de las lesiones y en su trayectoria deportiva me contó también que, en un partido final de un campeonato intercolegial, aproximándose al término del mismo, ya tirado en el piso y con la pelota bollando en el área, interpuso su mano entre la pelota y el botín derecho del jugador rival para evitar lo que hubiera sido el empate, pero no sin dejar que su mano sufra un fuerte revés en sus tendones para dejarle una sensación dolorosa que hasta el día de hoy perdura.
            En mi escucha de psicólogo no pude menos que indagar porqué no se hacía ver por profesionales para tratar de curar estas dolencias. Me respondió que le habían dicho que tenía que operarse, de lo contrario las molestias continuarían acompañándolo cada vez que exigiera dichas partes del cuerpo.
            Lo insté a que se operara, pero ante la negativa y su sonrisa nerviosa y sugestiva me percaté de la razón íntima que sostenía al eludir el quirófano: seguir atajando dolores físicos.  

Actividades con niños/as


Taller de Ludoterapia

            La propuesta del taller consiste en generar un espacio que favorezca la  exploración y el desarrollo de las capacidades creativas y espontáneas de los niños a partir de diversos juegos y actividades, tanto grupales como individuales.
Se considera sumamente enriquecedor trabajar a lo largo de la niñez las capacidades de inventar y crear con otros, encontrando nuevos modos de expresión más allá de los convencionales. Esto permite el desarrollo integral del niño haciendo hincapié en el aspecto emocional.
            La dinámica del taller permite el trabajo con niños que presenten dificultades en el aprendizaje, respecto de su conducta, para expresar sus emociones y sentimientos, pero también a todos aquellos que tengan el interés de participar de una experiencia que tiene como fin el desarrollo de la creatividad como eje terapéutico central.
A lo largo del taller se abrirá un espacio de trabajo con las familias de los niños, con el objetivo de potenciar el trabajo y compartir con ellos el recorrido singular que cada niño realice en el taller.

No existen fantasmas debajo de tu caparazón de piel




            Porque no existen fantasmas sobrevolando la estratósfera, ni la biósfera, camino suelto por Caballito en busca de que el viento acomode las estrellas. Prefiero las bocinas y el murmullo de la gente antes que el silencio malicioso de una habitación de hotel. Tomo una cerveza mientras me siento en el banco de una plaza a contemplar el espectáculo: luces de a pares que van y vienen, unas para el centro otras para el oeste, doble mano por Rivadavia y en el local de Primera Junta hay libros de autoayuda y poesía barata, pero el problema no es el precio sino el tiempo de un corazón perdido en Caballito con cero pesos en el bolsillo, rodeado de consejos para un buen porvenir y ninguna cita con el demonio.
            ¿Quién es el demonio?, se preguntará el lector.
            El demonio es ese amigo gentil que te invita un trago cuando no tenés para volver a tu casa, y como si eso fuera poco te dice lo que piensa, implacable, sin dejar que se caigan tus ojos de su mirada.
            El demonio puede ser esa mujer que queres abrazar todas las noches, después de volver a casa arrastrando los pies sin pasión, apagar la luz y dejar que la sangre se entibie en un horno de barro.
             

¿Qué busca alguien cuando consulta a un psicólogo? Crónica del turno que nunca fue.




           

            Tendría unos veinte años y estaba en primer año de la carrera de psicología. No tenía trabajo y quería empezar terapia, así que busqué en el hospital público de mi barrio, el hospital Zubizarreta, un turno para ver a un psicólogo. Recuerdo que había muchas personas en la sala de espera. Un hombre grande, alto, llamaba por orden de llegada a los allí presentes. Cada vez que alguien le preguntaba algo el hombre respondía seco: “No hay más turnos”. En su mayoría eran mujeres de mediana edad, a decir verdad yo desentonaba. La gente terminó pasando de la bronca a la risa, realmente era muy gracioso ver al psicólogo en esa posición irrevocable, casi molesto por tanta demanda de ser escuchados y recibir un trato al menos cordial. Luego de esperar alrededor de una hora, la ansiada puerta blanca se abrió y el hombre grande, de mirada cansada, piel curtida y cara limpia se asomó envuelto en un guardapolvo a medias desabrochado. Desde su planilla pronunció mi apellido. Entré soltando una risa nerviosa provocada por las miradas pícaras que las señoras me dedicaban:
“La que te espera nene”, imaginé que pensaban.
“¿De qué te reís?”, exhortó apenas nos sentamos en el consultorio improvisado. “De nada”, fue mi respuesta incómoda por el interrogatorio. Lo demás es previsible, me fui sin turno pero con su número de teléfono. Evidentemente quería que hiciera terapia con él de manera privada pero mi situación económica no me lo permitía. Luego de unas semanas lo llamé, quizás con la esperanza de encontrar algún tipo de ayuda u orientación, pero me encontré con un profesional más preocupado por si podía pagar sus elevados honorarios y al confirmarle por la negativa cortó sin otro interés.

            Decidí realizar este recorte para ser lo más claro posible. Una persona cuando consulta a un psicólogo está buscando ser escuchada. A eso estamos llamados por quien solicita nuestra atención en un primer momento. Luego vendrá el análisis inexorable, la reconstrucción de la historia familiar, los recursos terapéuticos al servicio de transformar la enfermedad en amor y trabajo, pero nada de esto puede suceder si primero no nos ofrecemos como soporte de contención afectivo, así sea con la sola presencia, dispuestos a escuchar y mostrar nuestro interés en el sufrimiento de quien nos consulta. No es una tarea sencilla pero es la que elegimos como psicólogos, siempre está la posibilidad de cambiar de profesión para aquel que no le guste ocupar este lugar tan difícil pero a la vez gratificante.